El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una
frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de
los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero
sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la
hamaca.
—Estás
desvelado —dijo la mujer.
—Sí.
Ella pensó un
momento.
—No estamos
en condiciones de hacer esto —dijo—. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos
pesos juntos.
—Ya falta
poco para que venga la pensión —dijo el coronel.
—Estás
diciendo lo mismo desde hace quince años.
—Por eso
—dijo el coronel—. Ya no puede demorar mucho más.
Ella hizo un
silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no
había transcurrido.
—Tengo la
impresión de que esa plata no llegará nunca —dijo la mujer.
—Llegará.
—Y si no
llega...
Él no
encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la
realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos.
Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió
metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a
su esposa para desayunar.
Ella se
levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en
silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de
queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a
la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias.
—Es hora del
almuerzo —dijo.
—No hay almuerzo
—dijo la mujer.
Él se encogió
de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que
los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba
servida.
En el curso
del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no
llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer,
naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La
muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.
Fijó
directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios,
se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.
—Eres un
desconsiderado —dijo.
El coronel no
habló.
—Eres caprichoso, terco y desconsiderado
—repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero enseguida rectificó
supersticiosamente la posición.
Toda una vida
comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un
gallo.
—Es distinto
—dijo el coronel.
—Es lo mismo
—replicó la mujer—. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que
tengo no es una enfermedad, sino una agonía.
El coronel no
habló hasta cuando no terminó de almorzar.
—Si el doctor
me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida
—dijo—. Pero si no, no.
Esa tarde
llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la
crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los
brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí
estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
Masticó
oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se
dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.
—No quiero
morirme en tinieblas —dijo.
El coronel
dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de
olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el
veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de
soltar el gallo, pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.
—Es la misma
historia de siempre —comenzó ella un momento después—. Nosotros ponemos el
hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años.
El coronel
guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si
estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso,
fluyente, implacable.
—Todo el
mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni
un centavo para apostar.
—El dueño del
gallo tiene derecho a un veinte por ciento.
—También tenías
derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra
civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de
hambre, completamente solo.
—No estoy
solo —dijo el coronel.
Trató de
explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta
cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y
se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en
la madrugada.
Ella apareció
en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida.
La apagó
antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.
—Vamos a
hacer una cosa —la interrumpió el coronel.
—Lo único que
se puede hacer es vender el gallo —dijo la mujer.
—También se
puede vender el reloj.
—No lo
compran.
—Mañana
trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.
—No te los
da.
—Entonces se
vende el cuadro.
Cuando la
mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió
su respiración impregnada de hierbas medicinales.
—No lo
compran —dijo.
—Ya veremos
—dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz—. Ahora
duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.
Trató de
tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una
sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un
significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el
hombro.
—Contéstame.
El coronel no
supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo.
La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía
fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la
lucidez.
—Qué se puede
hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
—Entonces ya
será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por
ciento lo pagan esa misma tarde.
—Si el gallo
gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede
perder.
—Es un gallo
que no puede perder.
—Pero suponte
que pierda.
—Todavía
faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel.
La mujer se
desesperó.
—Y mientras
tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela.
Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos.
El coronel
necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a
minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en
el momento de responder.
— Mierda.
París, enero de 1957.
Gabriel García Márquez