Un día se quedó mirando como bailaba con
aquella chica rubia. Desde luego era muy bonita. Su corazón se partía. Él no lo
sabía. ¿Por qué no bailaba con ella? Ella no entendía. Y aquella noche ya no
soñó con él. A la mañana no cantó la canción que solía cantar. Su madre la
miró, y vio palidecer sus grandes ojos tristes. No sabía que había pasado. Ella
no se lo contó. Salió al monte a mirar las nubes, ninguna reconoció. El cielo
también se puso a llorar. Ella se acurrucó en el suelo. Y así pasaron las
horas, mientras regaba aquellas pequeñas margaritas con las gotas más amargas
jamás derramadas. Cuando acabó, se levantó y se puso a bailar. El sol la sonrío
desde arriba.
Algo faltaba en esa plaza, pero no sabía muy
bien qué. Miró a su alrededor unas cuantas veces, intentando encontrar lo que
fallaba. Sus amigos estaban en el rincón de siempre. Se acercó a ellos
inquieto, algo no estaba bien. Una sensación extraña le invadía por dentro.
¿Qué pasaba? Faltaba algo, pero ¿qué? Y de repente alguien dijo algo. Un
nombre. Se le removió todo por dentro. Era eso, claro que era eso. Ya no la
veía. ¿Dónde se había metido? No sabía donde estaba. Ellos no notaban la
diferencia. Ellos nunca la notaban. Le
parecía todo tan raro. Ella siempre estaba, pero su presencia era bastante
indiferente. Contaban con ella, como se cuenta con la abuela para la comida del
domingo. Era algo mecánico, meramente formal. No iban a echarla de menos si no
aparecía. Y no apareció. Ni aquella, ni ninguna noche más. Se había ido. ¿Y
quién preguntó por ella? Nadie.
¿Nadie? No, no es verdad. Él preguntó por
ella cada noche, en silencio, sin hablar. No era capaz de expresar lo que
sentía. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué tenía un nudo en la boca del estómago? No
entendía nada. No solían hablar, ella era tan escurridiza. Ni siquiera cruzaban
miradas. Pero él la miraba mientras se perdía entre los árboles. Y alguna vez
se escondió detrás de alguno, para observarla mirar las nubes tumbada en la
hierba, mientras tarareaba alguna canción de las suyas. Era tan rara. Se ponía
a bailar de repente, en medio de la calle. O de golpe se iba y no aparecía
hasta dentro de un buen rato. Él era consciente de todos sus movimientos. Pero
nadie notaba nada. Ellos no lo sabían, y él no iba a decir nada. ¿Porque qué
pensarían? A él si le importaba. Ella no era para él, nunca lo verían bien. Y
probablemente alguien como ella nunca se podría enamorar de alguien como él.
Esa noche, se acurrucó en la cama y pensó en ella hasta quedarse dormido. La
almohada se humedeció.
Y a no sé cuantos kilómetros de allí, en otra
habitación, en otra cama, ella pensaba en él. No lloró, sólo sonreía. ¿Para que
llorar? Él jamás sería suyo. Se iría con aquella chica rubia, o sino con alguna
como ella. Nunca podría fijarse en alguien como ella, con su ropa rara y sus
manías. No tenía clase, y no sabía estar. ¿Qué podía hacer? Él se merecía algo
más. Pero su boquita, no dejó de sonreír. Cerró los ojos, y se sintió feliz.
Feliz por haberle conocido, por haberle encontrado entre 7.000 millones de
personas. Por haber tenido la suerte de coincidir con él en el espacio-tiempo. Por esos ojitos marrones, y
la sonrisa que tenía. Agradeció al universo cada segundo con él. Aunque no
hubieran hablado, aunque no se hubieran mirado, aunque no se hubieran tocado. Sólo con mirarle a escondidas le bastó para darse cuenta de que por mucho que
caminara a lo largo de este vasto mundo, jamás encontraría a nadie así.
Y la gente se preguntará porqué no llora la
muchacha. La muchacha ya no llora, porque la luna le contó que el sería feliz,
y que ella al final se tumbaría con algunos ojitos a mirar cambiar las nubes.
Ellos saben como es, a ella le vale con poco.
Y esa noche soñó con él. Y volvió
a levantarse cantando.
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