Estrellas fugaces en este cielo negro.
¿Cuántas he visto? Una, dos, tres… puede que alguna más. Es increíble ver como
pasan, tan rápidas, tan efímeras. Un destello de belleza tan intangible que
asusta. Pasear mirando al cielo, mientras te duele el cuello. Sentarte a la
orilla de ese charco, y quedarte mirando a la profundidad del universo. En
silencio. Con paciencia. Y de repente la ves. Y algo se te enciende dentro. Es
increíble ser testigo de un fenómeno tan perfecto. La miras pasar, y de golpe
te acuerdas que de pequeña te contaron que si veías una tenías que pedir un
deseo. Un pensamiento. Menos de medio segundo. Ya no está. Y recitas el deseo
en tu cabeza, pero ella ya no está y no se va a cumplir. De todos modos,
tampoco iba a cumplirse, pero sientes una pequeña decepción por no haber sido
más rápida. Aunque más rápido es imposible. Da igual, no vas a rendirte. Sigues
mirando al cielo. Está estrellado y completamente negro. Es precioso, piensas.
Y ahí está, la segunda se te cruza delante de los ojos a una velocidad atroz.
Rápido el deseo, recítalo. Esta vez casi has llegado. Que lenta eres, piensas.
Y ya dejas de lado los deseos, y optas por quedarte quieta, mirando al cielo, sin más.
Me siento pequeñísima cuando miro al cielo.
Como una gota de agua en el Océano Pacífico, o un grano de arena en el Sahara.
Pero me encanta esa sensación. En mi diminuta existencia soy capaz de apreciar
la sublime belleza del cielo que se extiende ante nuestros ojos. Soy capaz de
mirarlo, de sentirlo, casi de palparlo. Y pienso, ¿qué habrá perdido por ahí?
¿Esa estrella que aún parpadea estará ahí todavía? ¿Cuántas galaxias podríamos
contar? Y es acojonante, pero mola. Y sigo así
un rato, preguntándome cosas que no podré contestar, hasta que siento un
pequeño mareo y noto que el cerebro ya no me da. Entonces respiro, me olvido de
las preguntas, y simplemente observo. Sonrío, es inevitable. El privilegio de
poder ser testigo de algo así es demasiado grande. Que bonito es estar vivo.
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