Sunday, April 27, 2014

Emprendieron el camino hacia el otro lado. Tenían que pasar el río, cruzar el valle al oeste de la ciudad, y empezar a subir por las colinas, hasta llegar a la parte alta. Esto les llevaría alrededor de tres días. Una vez que llegaran al llamado "Bosque de las hadas" empezarían el duro ascenso a las montañas.Si conseguían llegar, estarían a salvo durante unos cuantos meses, pues daban por sentado que no irían hasta allí a buscarlos. Se detendrían a arrasar toda la costa, y se tomarían su tiempo para ver qué hacer después. Sí, tendrían unos meses asegurados. Se aferraban a esa idea como si de ello dependiera la vida. Y es que era verdad, su vida dependía de ello. Emprendieron por tanto el camino, con bastantes ganas, y deseando alejarse de aquella ciudad cercada por las llamas. Pronto no quedaría nada. Dejaban atrás sus casas, sus calles.. pero en realidad eso no era nada. Sus corazones seguían latiendo. Y ahora no podían dejar de andar. No podían dar su vida por defender un lugar que en realidad no les pertenecía. Ellos sentían que su hogar eran los corazones, y los corazones escapaban todos juntos. No habría nadie a quien echar de menos. Estaban todos allí. Pero no era verdad, no estaban todos allí. Aunque parecía que el único que se daba cuenta de ello era Leno. Todos los demás parecían no sentir esa ausencia. ¿A caso era tan pequeña? A él se le hacía como un mundo de grande, como un universo de inmensa. Sentía que un hueco había crecido, allí, en mitad de todos, y que daría igual lo que hicieran de ahí en adelante, nunca se podría llenar. Era imposible. Los latidos de ese corazón se quedaron en ese lugar, preparados a morir en aquel pedazo de tierra que reconocía como su hogar. Que extraño, ninguno de ellos sentía ningún tipo de lazo especial con aquel recóndito rincón, y sin embargo, para ella, algo parecido a un cordón umbilical, le unía irremediablemente a él. No quería morir lejos de aquella playa. No podía imaginarse muriendo en cualquier otro lugar. Tenía que ser allí, y de la manera por ella escogida. Era tan extraño. Y sin embargo, algo dentro de él le decía que no podría haber sido de otra manera. ¿Cómo no se había dado cuenta? Ella era ese lugar. Era el sol brillando encima de las olas a primera hora de la mañana, era la espuma blanca que rompía contra las rocas con un ansia salvaje, era la calma del mar a las noches, cuando la marea bajaba, y todo el océano parecía una pequeña laguna. Era la arena blanca que pisaba descalza, mientras daba saltos y piruetas y se tumbaba envolviéndose en esos pequeños granos de arriba abajo, enmarañándose el pelo, llenándose la boca. Era esos pájaros que bajaban a ver si pescaban algún pez, y también era los peces. De cualquier color y tamaño, esos que le rozaban los pies cuando salía a nadar. Ella era esa playa. Había conectado de una forma espiritual con aquel lugar, y no habría forma humana de convencerla de que al fin y al cabo, aquella playa era solo una playa. Ella te diría que no, que no era solo una playa, era su playa. En la que reia, saltaba, nadaba, corría, gritaba. También esa en la que lloraba, haciendo que sus lágrimas se unieran al rocío salado del mar. Era su universo reducido a una cala, a un espacio relativamente pequeño pero que tenía en frente los confines del mundo. Porque el horizonte estaba lleno de posibilidades. Y a las mañanas, cuando se levantaba, salía a dar un paseo por la orilla del mar, mojándose los pies, bañándose en el sol que nunca la quemaba. Luego se sentaba, mientras el mar seguía acariciándole los pies, y se ponía a mirar fijamente el horizonte. Entonces, entonces sentía que salía de su propio cuerpo, y que volaba. Que ya no estaba allí, estaba en el último peñón de mundo, debajo de una palmera, jugando con los cangrejos. Y en esos momentos, si la mirabas de reojo sin que ella se diera cuenta, verías en su cara la paz y la calma con la que todos soñaban. Una felicidad inmensa, tan sencilla como pestañear, pero tan valiosa, tan preciosa. Y sabía que no dejaría que nadie le quitara su horizonte. Entendía su elección. Entendía que no quisiera morir lejos de aquel rincón que llevaba escrito su nombre en cada molécula de la materia que lo formaba. Sí, ella estaba en todas partes. Y haberla obligado a alejarse de allí hubiera sido un crimen. Peor que cualquier apocalipsis. El grupo seguía andando. Parecían contentos, esperanzados. Daba la impresión de que de verdad creían que podrían llegar a sobrevivir. Que iban en busca de la salvación. De esa puta salvación que sólo les daría unos meses más de aire. Poco más podían conseguir. Los dados encima de la mesa, marcando el número fatal. El tic-tac del reloj en cuenta atrás. El fuego a punto de apagarse. La última gota del océano esperando ser evaporada. Y él alejándose irremediablemente de ella. ¿Pero qué coño estaba haciendo? ¿Que puta mierda era aquello? Cada paso en esa dirección le pesaba, como si sus botas estuvieran hechas de plomo. Se cansaba apenas recorridos unos 500 metros, cuando hubo un tiempo en el que fue capaz de correr kilómetros. Todo le indicaba que aquel no era el camino. Hasta el viento soplaba de cara, haciéndole retroceder un poco por cada ráfaga, poniéndoselo difícil. Y entonces, súbitamente, comprendió. No podía irse así. Miró al grupo, respiro hondo y habló:
- Chicos, tengo que dar media vuelta.
Le miraron con cara rara, como si se hubiera vuelto loco en ese preciso instante. Y quizá tuvieran razón.
- ¿Qué coño dices? Tenemos que seguir andando. Cada minuto malgastado es una posibilidad que perdemos. No podemos parar, no podemos esperar.
- No os estoy pidiendo que me esperéis. Sólo os digo que yo me vuelvo.
Le miraron de hito en hito, asombrados, perplejos, asustados. Estaba loco. Volver hacia atrás significaba volver al infierno. Entregarse a la destrucción sin oponer resistencia. Rendirse.
- No vamos a esperarte. Si te vuelves es bajo tu responsabilidad. Si te metes en problemas no habrá quien te ayude. Estarás solo.
- Lo sé.
- ¿Es tu decisión definitiva?
- Sí.
- Bien. Si sobrevives y decides volver, estaremos en las montañas. Cuídate hermano. Y no dejes de rezar.
- Nunca.
Se despidieron en silencio. El grupo siguió caminando, no podían perder tiempo, tenían que llegar. Él dio media vuelta. Sintió el viento a sus espaldas, la pequeña pendiente hacia abajo, todo estaba a su favor. Aceleró el paso. Él tampoco tenía tiempo que perder. Tenía que llegar antes de que las llamas acabaran con todo. Antes de que esa playa desapareciera. Antes de que fuera demasiado tarde.

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