Sunday, April 27, 2014

Llegué un día de esos. Un día oscuro, lleno de nubes, en el que el cielo parecía la antesala del infierno. Se oían truenos en la lejanía y el viento soplaba como si quisiera derribar todo lo que se iba encontrando a su paso. No había nadie en la calle. Todo el mundo había corrido a refugiarse. Alguien murmuró algo sobre el diluvio universal. Algún otro dijo que había que encender los fuegos, iban a bajar las temperaturas. Cuando entró la noche, empezó a llover. No paró en toda la noche. El rugido de la tormenta golpeaba las ventanas. Las familias se acurrucaban alrededor del fuego. Las mantas salían de los armarios. El frío intentaba entrar por cada rendija. Todo el mundo se fue pronto a dormir, a intentar entrar en calor debajo de las sábanas, a intentar dormir y esperar que el sol saliera por la mañana. Yo me quedé mirando por la ventana. Intentando escribir algún verso que otro. Me gustaba el ruido de la lluvia. Tenía frío, y me puse una manta sobre las piernas. Pero tampoco conseguí entrar en calor. Daba igual, el frío me mantenía despierta, ágil. Los truenos no me gustaban. Las tormentas de verano siempre me habían dado miedo. Sobre todo los relámpagos. Siempre tuve miedo a que alguno de esos rayos provenientes del cielo cayera cerca y me hiciera daño. O quemara la casa. O algo peor. Mi abuela me contó una vez una historia sobre un hombre y su mula. No voy a entrar en detalles pero me marcó.  A ella tampoco le gustan las tormentas. Cada vez que hay una tormenta fuerte agarra su medallita de la virgen y empieza a rezar. Creo que yo soy igual. Sólo que yo no llevo medallita. Y tampoco rezo. Esa noche no rezaba. Esa noche sólo me limitaba a observar uno de los fenómenos que más me gustaba de la naturaleza. La lluvia torrencial arrasando con todo. Despiadada, letal. Me quedé despierta toda la noche. Escribí bastantes versos. Todos hablaban de algo parecido al dolor, a la angustia. La ausencia de cariño en esas noches frías. Estaba sola en esa casa. Sola en ese pueblo.No hablaba con nadie. Nadie me hablaba. Era una inmigrante con papeles llenos de tachones. Una extraña. Y no podía echarles la culpa. Porque fue una época en la que me sentía extraña dentro de mi propio cuerpo. Una época en la que la soledad era mi única aliada, en la que no concebía una relación que no fuera silencio. Necesitaba esas noches vacías como el pez necesita las olas del mar. Necesitaba esa soledad como las flores las abejas. A la mañana siguiente mis ojeras me indicaban que ya era hora de levantarse. Pero yo no me había ido a dormir. El pueblo empezó a despertar. Se oían voces, gente hablando, la furgoneta del pan. Por al ventana entraba un sol que podía dejarme ciega. Los pájaros cantaban y todo olía a verano. Un día luminoso, lleno de vida, de colores. Parecía que lo de la noche había sido un sueño. Algo irreal, onírico. Sin embargo, los charcos en los caminos dejaban patente la tormenta. Me sentí derrotada. Mi alma necesitaba oscuridad. No conjuntaba con esa luz, con esa alegría. Salí a comprar el pan con cara de no haber dormido en una semana. Con la ropa de andar por casa y sin esperanza. La panadera me saludó alegremente, pero no fui capaz de devolverle la sonrisa. Estaba abatida. Totalmente destrozada. Sólo quería meterme en la cama y no despertar en cinco días. Aquel optimismo me sacaba de quicio. Necesitaba los truenos, necesitaba el miedo, necesitaba el frío. Necesitaba tener motivos para sentirme desgraciada, desahuciada, abandonada. Y es que era así como me sentía. Pero aquella mañana parecía que el mundo se había propuesto contarme que aquel era un lugar maravilloso y que la vida era de color de rosa. Hasta las rosas de las macetas de la vecina me saludaban cantando. Era pavoroso. Y entonces, con el pan en la mano, emprendí el camino de vuelta a casa. Mirando al suelo y sin silbar. Parecía un Nazareno en procesión. Era mi penitencia. En esas estaba, cuando alguien se chocó conmigo. Iba tan distraída que perdí el equilibrio y me caí al suelo. Me hice daño en la rodilla derecha. Nada grave, pero el roce contra el asfalto me hizo sangre. No me gustaba ver sangre. Me daba mal fario. Una mano se acercó y me ayudó a levantarme.
- Ay, lo siento mucho. Perdona, es que voy con prisa y no sé por donde ando.
- No te preocupes. No pasa nada. La vida es así. Te golpean y te caes. Luego te levantas. Todo sigue igual.  La tierra sigue girando. Y tú deberías comprarte gafas.
Iba a seguir andando, pero el chico que me había ayudado se plantó delante mío. Estaba sonriendo de oreja a oreja. Era desesperante.
- Ah, tú debes ser la poeta que ha alquilado una casa para escribir, ¿no? Soy vecino tuyo, vivo dos casas más arriba.
- Encantada. (Lo dije entedientes. En realidad me daban igual él y su casa.)
- Ahora voy con prisa, pero luego si quieres te invito a un café de bienvenida. Y así me disculpo por lo del golpe.
- No, no hace falta. Sólo ha sido un accidente. De verdad. Estoy ocupada, no te molestes.
- ¡No es molestia hombre! Luego paso a buscarte. Ya sé donde vives. Jajajaja. ¡Hasta luego!
Era alucinante. ¿No le había dicho que no se molestara? Dichosos vecinos. El mundo estaba lleno de gente dispuesta a ayudarte. A joderte la vida, vamos. Era desquiciante. Ahora le tocaba tomar un café con él, y todo el pueblo se acercaría a curiosear. La gente era así, curiosa. Metomentodo. Esa era la palabra. Yo que había llegado para estar tranquila, sin gente, sin ruido. Para escribir. Ahora tenía un compromiso social, y no tenía nada más que el chándal en el armario. Si es que si algo puede salir mal, así será. Y aquella historia, me daba a mí, que iba a salir verdaderamente mal.

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