de farolas tiritando a las cuatro de la noche,
de calles llenas de dudas y cristales rotos.
Sí, vivíamos en un mundo
echo trizas.
Vivíamos en un mundo lleno de miedos,
de callejones oscuros y silencios forzados,
de despertares solitarios
en sábanas frías.
Sí, vivíamos en un mundo
que no nos lo ponía fácil.
Pero vivíamos.
Vivíamos a pesar del sabor a sangre y plomo,
a pesar de sentir que se nos oxidaban
los sueños,
a pesar de que todo indicara
que el cuento no iba a acabar bien.
Que nosotros no éramos de la generación
de las perdices.
Vivíamos, joder,
y creábamos arte del dolor,
pintábamos de azul todas las vallas que
sabían a prohibido,
hacíamos de tripas corazón
y tocábamos el cielo con los dedos de los pies.
Supimos entender la vieja moraleja,
darles la vuelta a los refranes,
caminar como los cangrejos,
deshilachar el aire.
El gato nos miró de abajo arriba,
las nubes se tiñeron de carmín.
Empezamos a bailar
en medio de la calle,
a llenarlo todo de carcajadas a deshora,
a poner a los corazones en jaque.
Y cuando llegó la tormenta tuvimos hambre.
Miramos alrededor
y no vimos a nadie.
Así que bailamos con el miedo
y besamos a las dudas,
hicimos el amor
con los monstruos más salvajes.
Y daba igual lo que corriéramos,
lo mucho que voláramos,
porque todos los relojes iban tarde.
El país de las maravillas era un puto desastre.
Nuestro desastre.
Y jamás lo quisimos más.
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