La estaba esperando donde siempre, en mitad de la plaza donde se quedaron hablando hasta las seis de la mañana aquella noche de verano. La primera noche de un sin fin que vendrían después. Algunas buenas, otras mejores. Y aunque puede que alguna de todas esas noches fuera un auténtico desastre, ninguno de los dos quería olvidar ni la peor de todas, en la que ella acabó quitándose un zapato y tirándoselo a él a la cara. Incluso cuando discutían, incluso cuando parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, los dos sabían que nunca podrían querer así, de esa manera tan sincera y tan arrolladora, a ningún otro ser humano que habitara el planeta. Ese día la esperaba con un ansia especial. Llevaba una semana horrible, con líos en el curro, y problemas de salud, y necesitaba verla y saber que todo iba a estar bien. Necesitaba la calma que solo su mano sobre su pelo podría proporcionarle. Ese tipo de calma que te da el saber que la persona que tienes pegada a tu espalda no te va a abandonar cuando el barco empiece a hundirse. Miraba el reloj un tanto alterado porque pasaban 17 minutos de las seis, y aunque sí, ella solía llegar siempre tarde, nunca solían ser más de 8 o diez minutos. ¿Habría tenido algún problema con el coche? ¿No habría tenido un accidente no? Diversos pensamientos bastante inquietantes le llenaron la cabeza, cuando levantó la vista del suelo y la vio a unos 60 metros de distancia. Llevaba el vestido rojo que tanto le gustaba, una blazer negra y unas sandalias que la levantaban como unos diez centímetros del suelo. Ella era bastante bajita y podía permitirse el lujo de ponerse tacones. El pelo lo traía bastante revuelto, y dedujo que el viento le habría vuelto a jugar una mala pasada, pero a él le gustaba así, revuelto y enredado. Llegaba medio corriendo y con una sonrisa en la cara que a él le hacía pensar en qué coño había hecho él para que ella le mirara así, como si él fuera un ángel caído del cielo, cuando allí lo único sobrenatural que había era ella, ella y su forma de morderse el labio, ella y sus hoyuelos, ella y sus carcajadas, ella y su locura incontrolada, ella y sus bostezos al despertar, ella y su ternura, ella y su facilidad para soñar, ella y la forma que tenía de hacerle sentir que sólo él importaba. Y es que cuando estaba con ella se sentía el único hombre del mundo. Y jamás, nadie, le hizo sentirse así antes. Y de repente la miró fijamente y pensó en la suerte que tenía de tenerla, de haber dado con ella, de haberla encontrado en ese caos arbitrario de la marabunta total que es el mundo. La sonrió de vuelta. Y en ese momento sintió que los pies le estaban temblando.
- ¿Por qué has tardado tanto en llegar? - le preguntó sin dejar de sonreír.
- ¿Tanto? Si sólo han sido diez minutos. Es que tuve que parar a echar gasolina y luego los semáforos en rojo, y ya sabes lo difícil que es aparcar por aquí y...
- No - La interrumpió.- No has tardado diez minutos. Has tardado 30 años.
Ella le miró y entendió lo que quería decir.
- De haber sabido que me estabas esperando me habría dado más prisa.
Le sonrió mientras se acercaba a su boca.
- Creo que a ti podría haberte esperado 30 años más.
- ¿30 más? ¡Entonces ahora seríamos unos viejos!
- Me daría igual.
Ella le besó y el sintió que todo su cuerpo se estremecía. Nunca dejaría de amar a aquella mujer.
- ¿Sabes que eres mi ángel? - Le dijo él mirándola a los ojos.
- Sí, lo sé.
- No te vayas nunca.
- Nunca.
Y se cogieron de la mano y empezaron a cantar y la vida se reducía a eso... y eso era más que suficiente.
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