Tuesday, August 16, 2016

Le vi desaparecer con los primeros rayos del alba. Todavía me acuerdo de cómo me miraba. Era tan bonito. Cuando la luna le veía, sonreía, porque sabía que era más bonito que todas las estrellas que vimos esa noche de verano. Tumbada a su lado, con la canción número diez en mi oído derecho, sentí que rozaba el infinito. Y hoy todavía, recuerdo como si fuera ayer el primer momento en el que llegó y me sonrío como si nada. Como si su sonrisa no fuera plantando huracanes por ahí, levantando todos los tejados, rompiendo todas las costuras... acojonando. Porque los que le hemos visto sonreír sabemos el poder que tiene su hoyuelo derecho, la ternura que desprende sin apenas proponérselo, como brillan sus ojos cuando menos se lo espera, cuando menos te lo esperas. Porque yo le vi, brillando en medio de esa nada, siendo tan mágnifico, que no supe resguardarme de su magia. Y con él el tiempo no pasaba, y pasaba a toda hostia al mismo tiempo. Y con él la vida se paraba, para mirarle, para darse cuenta del pequeño milagro que había creado al hacer que sus pulmones empezaran a latir. Qué bonito que llegara. Que bonito que la vida lo abrazara. Y que bonito verle en esos días, cuando yo aún no sabía lo jodido que podía resultar dejar tu aliento colgado de otras manos. Y que bonito, como fue capaz de bailar con mis miedos aquella noche en aquella plaza que se quedó plantada en mi cerebro como una fotografía vieja y ajada que no consigues olvidar ni en un millón de vidas.

Fue la tierra de las fotos amarillas. El lugar donde entendí que los amores de verano no caben en una hoja de papel, en un mensaje de despedida, en dos besos en la mejilla. El lugar donde entendí que hay instantes que marcan una vida.

Le miré aprendí que a veces un océano cabe en unos ojos. Mi corazón saco la bandera blanca. Fue el principio del fin.


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