Ahora cada tarde vuelvo a los columpios, pero hoy ha sido diferente. Uno de mis peques estaba columpiándose, pidiéndome que le empujara más y más alto, hasta el cielo y más allá. Riéndose. Parando el tiempo con cada carcajada. Y he retrocedido 17 años en el tiempo. Me he visto ahí, en los mismos columpios. Yo en el de la derecha, y mi mejor amiga en el de la izquierda. Las dos columpiándonos con todas nuestras fuerzas. Sentía siempre que con los pies tocaba el cielo de verdad. Cuando sólo veía azul encima mío y mis pies daban patadas como si no hubiera un mañana. Dios, podíamos pasarnos horas así. Columpiándonos, riéndonos, y cantando a pleno pulmón. Me acuerdo de que las canciones que solíamos cantar eran la de "No puedo estar sin él..." de Camela, y una super vieja de Raúl. Que fuerte. Ahora lo pienso y entiendo tantas cosas de mí y de mi vida. Éramos tan libres, tan salvajes, tan locas. Y cuando nos aburríamos de cantar, cuando ya no nos quedaban fuerzas ni aire en los pulmones, saltábamos cuando el columpio estaba en su punto álgido, y caíamos al corcho, algunas veces mal, otras peor, y luego seguíamos jugando a lo que fuera que jugáramos, o contándonos secretos que nunca eran secretos, o entrando por el agujero de la valla a la campa de atrás a correr y coger abuelitos y dar vueltas y pedir deseos. Y al recordarlo, se me han llenado los ojos de sonrisas congeladas en el tiempo, de momentos que no podré olvidar en un millón de años, de momentos que llevo conmigo colgados de un guardapelo lleno de dientes de león, de azúcar y golpes al balón. Ahora que por fuera no soy una niña, miro a mis pequeños y sonrío mientras me digo a mí misma: yo también hacía eso. Pero hay cosas que hicimos que ahora ya no se hacen ni se harán más, y sólo puedo sentir una profunda nostalgia al darme cuenta de que el mundo cambia a una velocidad tal que unos pocos años pueden convertirse en una jodida eternidad. Pero al menos en mi memoria todo aquello está a salvo todavía. Al menos en mi memoria nosotras no teníamos nada por lo que pelearnos, porque no teníamos nada: sólo un mundo lleno de posibilidades, un bote de tomate viejo, y un balón. Y, por supuesto, la mano de la otra cuando una de las dos se caía. Con eso bastaba. O a mí me bastó.
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