Domingo de sol y tristeza. Voy a escribir un maldito poema. Voy a escribirlo desgarrando las yemas de mis dedos: sangrando, matando, muriendo.
Domingos raros, extravagantes, de esos que ya no quiere nadie. Domingos sin manos a las que agarrar, a las que agarrarte. Domingos de mantas, y dudas, y miedos. Domingos que hace años nunca fueron así. Domingos que ahora son así demasiadas veces. Domingos. Domingos eternos. Y yo y esta obsesión por no parar de escribir. Por no parar nunca.
Se van y lo dejan todo vacío. Se van y vuelve el frío. Se van y yo me quedo. Yo me quedo. Pero en medio del ruido y de la oscuridad a veces aparece. Aparece y es como Campanilla, como un rayo de luz en medio de la mierda, como una canción de esas que te despierta, como una caricia inesperada al filo de la nuca, como un soplo de viento, gotas de agua. Aparece y se queda justo pegada a mi espalda, hablándome de cosas que no entiendo y que no importan. Susurrándome al oído poemas de Lorca que recorren toda mi espina dorsal y me hacen polvo. Pero es ella, es ella y está. Y la vida es menos dura cuando baila en mis rincones.
Porque nada puede ser tan malo si la tengo.
Nada puede ser tan malo si la tengo, y, encima, decide quedarse a dormir.
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