Las farolas tiritando y yo llena de sueños. La ciudad parece no entender que necesito desaparecer debajo de las mantas. Al menos por un día. No puedo quitarme sus ojos de la cabeza y todas mis ventanas se han llenado de cuervos: quieren comerse mis entrañas. A veces me congelo. Soy como un témpano de hielo en medio de la nada. No sé seguir. Tampoco sé quedarme. Sólo siento un enorme agujero negro en medio del tórax, mil palabras desordenadas bailándome las dudas, un millón de ojalás rompiéndome los huesos. Estoy jodida. Como cuando intentaba entender todos esos problemas de física. El tiempo se escurre por mi espina dorsal y sólo quiero estar a dos milímetros de sus miedos. Destruirlos, acabar con ellos. Pero hoy más que nunca me siento pequeña y sin fuerzas, y una parte de mí sólo piensa en volver a casa. Al calor de esos nombres, al calor de esas sonrisas. No pasa nada, la vida es una montaña rusa que a veces te hace tener ganas de vomitar, y otras te hace correrte a carcajadas. Y aquí sigo, intentando entender por qué todavía no he tirado la toalla si a su alrededor sólo veo señales de prohibido, el paso, el amago, el intento.
Qué pena que siempre me hayan dado igual las señales. Que siempre haya sido una absurda kamikaze. Que mis dedos siempre lo sepan antes. Que mis dedos siempre lo sepan.
Enciendes la cerilla y el hielo se derrite. Hay líneas que tienes que cruzar sólo porque alguien te dijo que no las cruzaras. Y a lo que venga. Si de todas todas voy a volver a tirarme prefiero apagar la luz. Si de todas todas alguien tiene que matarme prefiero que me mates tú.
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