Wednesday, September 20, 2017

Mi aitite creía en dios.
Creía. Creía. Creía.
Mi aitite era una cara preciosa llena de arrugas,
con el pelo blanco y gris y la sonrisa más tierna que yo podría recibir.

Mi aitite era así.
Cantaba en el coro
y después de las comidas familiares,
siempre después de las comidas.
Nos llenaba de colores, de música y de vida.
Él me llenaba de vida.

Mi aitite era mi abuelo especial,
mi favorito de los cuatro.
Los amé y los amo a todos a morir,
entiéndanme,
pero mi aitite era mi aitite.
Y el creía en dios.

Tuvo un hijo anarquista y rebelde,
que después tuvo un desastre de nieta,
que no sabía casi nada de casi todo,
pero si algo sí sabía es que ella no creía en dios.

Yo soy esa nieta desastrosa,
que siempre fue a la deriva,
que nunca supo si iba o si venía,
pero que si algo supo hacer era amar.
Amar hasta la luna.

Y cómo iba yo a creer,
aitite,
cómo iba yo a creer en ese dios omnipotente.

Si volvió a pasar.
Igual que con la abuela.
Igual que con la mujer que quisiste toda una vida,
diez años después y a mis dieciocho,
un viernes a la tarde que llegué a casa
después de haber tenido un día raro.
Lloré en la comida de clase sin razón ni motivo,
sentí durante todo el día el corazón encogido.
Y cómo lo sabía ya mi sangre.

Al anochecer, a eso de las nueve,
mientras mis amigas me esperaban en el portal,
subí a casa a cambiarme de ropa.
Pero en vez de eso, caí a sus pies, caí a sus pies, caí a los pies de mi padre
cuando me dijo con la cara desencajada
que tú habías muerto.
Ese mismo día, esa misma tarde.
Caí a sus pies con un grito de dolor
y me enfadé tanto con el mundo que la rabia no me cupo dentro.

Otra vez pasaba igual.
Después de diez años y a mis dieciocho.
Aita me decía que tú ya no estabas,
yo perdía un pedazo de mí.

Me enfadé con el mundo.
Íbamos a ir a verte al día siguiente.
íbamos a ir a verte.
Pero no te vi.
No te volví a ver vivo.
Luz de mi vida
apagada para siempre.
Me llené tanto de odio
que me sentí capaz de acabar con todo, de romperlo, de quemarlo.
Porque tú ya no estabas.
Y tú si creías en Dios.

Llegué al velatorio con el corazón en un puño
y un océano en los ojos.
Ahí estabas, como si estuvieras dormido,
con una cara de paz que alivió un poco mi desgarro.

Pero yo no me había despedido.
No te había abrazado,
ni me había colgado de tu risa ni te había dicho que te quería hasta la luna.
Y más allá aitite,
y más allá.
No te lo había dicho.
Tendría que aprender a vivir con el silencio.
El silencio de tu ausencia,
sin tu voz
y sin tu humor,
sin todas tus carcajadas.

Qué puta la vida
que te me robó de golpe.

Y cómo creer en dios, aitite.
Cómo creer en el dios en el que tú si creías si no me dejó,
si no me dejó verte,
si no me dejó,
si no me dejó besarte,
si no me dejó,
si no me dejó abrazarte.

Fui la niña que en muchos momentos de su vida intentó creer,
intentó rezar, recurrió al cielo en busca de un consuelo que no llegaría.

Pero a partir de ese día,
a partir de ese puto y maldito día,
jamás volví a tener un ápice de duda:
dios no existía.

Y a ti no volvería a verte más.


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