Thursday, September 14, 2017

Mi pecho se ha vestido de tristeza y todo me suena a canción de Berri Txarrak. Lejos de las luces que despiertan las farolas de esa calle que me vio partirme las rodillas, vuelo sola y soy caída. El cielo me sigue quedando tan alto que soy una versión liliputiense ajada y fea. Y qué grandes son los mapas cuando mis dedos los recorren. Hubo lunas llenas, jardines que olían a jazmín y a madrugada, miradas que latieron a más de mil canciones por minuto. Sí, hubo lunas llenas, y desde las orillas de portales y cunetas vacías hice el intento de besarlas. Puse tus ojos en el cielo y fui alondra. Puse tus ojos en el mar y fui naufragio. Vértigo maldito que recorrió azoteas, el tic-tac de un reloj de cuco abandonado. Planté mis sueños en tierra yerma, en úteros vacíos, no había frutos, no había hierba, todo fue rastrojo y olvido. Sucumbí al genocidio, derramé mis apellidos, caí derrotada y rota al pie de los olivos. Y allí no había nadie. Lejos de mi tierra y mis motivos, mi soledad se fundió con las espigas, y en aquellos campos infinitos intenté mudar de piel. Mis huesos y mi carne bailando con la nada, mis párpados gastados intentando no ceder. La oscuridad es necesaria para poder ver las estrellas. Y en medio de aquel páramo zaíno, donde nada pude ver, nada veía, perdida como Alicia sin conejo, sentí que mi alma se partía. Un pequeño crack y luego la hemorragia, un quejido de dolor que sólo fue del eco. Hoy me acuerdo y me siento más pequeña, hoy el aire parece estar hecho más de hielo.

La tristeza se enreda en todos los caminos. Pero allí, en esa extraña tierra en la que todo estaba a oscuras, también vi a las luciérnagas por primera vez.





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