Tú. No fuiste nada más que un eco, un efímero fantasma que apareció de golpe y se fue más de golpe aún. Dejándome medio ahogada, intentando entender lo inexplicable. Y es que no lo entiendo. No entiendo ni una sola de las palabras que me dejaste, mi teléfono vacío, esa indiferencia tan jodidamente fría. ¿Como puede estar un corazón tan congelado? Sé que no debería haber vuelto a volver. A hacer el indio de esa manera, a convertirlo todo en un jodido desastre. Debería haber entendido a tiempo que no había sitio para mí en ese rincón tan diminuto. No había luz, no había aire. No había nada. Tú no estabas, no estuviste. Sólo eras un reflejo, un amago. Intangible como la vida misma, lejano como la última de las galaxias, helado como el agua cuando el termómetro marca bajo cero. Un polo norte en medio de la nada, y yo muriéndome. Muriéndome por intentar llegar a no sé dónde, muriéndome por intentar llegar a no sé qué. Tropezándome un millón de veces contigo, incapaz de salir corriendo, incapaz de esquivarte, de eludir tu gravedad. Condenada a estar siempre a una distancia prudencial, sin poder perderte de vista, sin dejar que te tragase la oscuridad. Y ahora no veo nada. De repente el mundo a oscuras y no hay vela que pueda encender que me haga tener un ápice de esperanza. Estoy sola. Ya no te veo. Ya no te veré. Y no sé si me duele o me dueles. No sé si me muero o me matas. O me mato, haciendo el kamikaze cada 24 horas, volviendo a suicidarme una vez más. Rajándome el alma, perdiendo lo que me queda de cordura. Rindiéndome.
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