Descubrió que debajo de la cama se podían guardar los zapatos, las maletas, las mentiras. Todo aquello preparado para coger polvo, para ser olvidado y pretender no ser encontrado nunca. ¿Quién le iba a decir a ella que un día se atrevería a mirar y descubriría aquel océano de deshechos? Mentiras amarillentas ya oxidadas, toda una colección de errores que no se atrevió a afrontar, todo un cúmulo de dudas y de miedos que dejó allí, por dejarlos en algún sitio, y porque cualquier sitio valía, mientras estuvieran ocultos al brillo de sus ojos. Que terrible es la verdad, que insoportable. Meter la cabeza en la boca del lobo y descubrir que son tus propios dientes los que están a punto de acabar contigo. Morirte. Resucitar. Y entonces comprendió que las cosas más terribles y dañinas de su vida las escondía ella en su interior, y decidió no volver a ocultar toda aquella maraña de desastres. Aprendió a aceptarse tal y como era, a gritar a viva voz todo aquello que temía, a soñar despierta y a dar un puño en la mesa cuando la realidad ya no fuera soportable. Aprendió que a pesar de las mentiras de los otros, ella jamás se mentiría, y que la verdad, por dolorosa que fuera, era la más noble y necesaria a lo largo del camino. Aprendió que la vida era demasiado corta como para ir acumulando catástrofes. Que lo único que importaba de verdad eran los latidos, las ventanas abiertas, la vida entrando por cada rendija, la luz y el brillo de unos ojos sinceros, el amor incondicional de un corazón valiente, el calor de unas sábanas llenas de posibilidad.
Y desde entonces, debajo de su cama ya no queda nada. Sólo alguna pelusilla de polvo que le recuerda que el pasado está para que aprendamos de él, y que el futuro siempre nos espera con los brazos abiertos. Como un golpe de viento que vuela una cometa, como una estrella fugaz que ilumina la tierra, como una flor abierta que de repente empieza a arder.
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