Wednesday, April 5, 2017

LAS RATAS

No hay paz para los corazones rotos. 

Me quité el chaleco antibalas y vi para mi asombro que mi pecho sangraba. Todas las capas de mi piel, mi carne, mis huesos, atravesados por un material mucho más fuerte que las balas. Me mantuve de pie unos segundos, mirando al frente intentando frenar la hemorragia con la mano derecha, mientras con la izquierda intentaba sacar fuerzas de flaqueza para hacer un último corte de mangas. Mi corazón se había partido en doscientos no te quieros, y todavía fui capaz de encontrarle humor a la ironía. Fui así de estúpida. La sangre fue abriéndose paso por mi camiseta negra, apenas se veía. Siempre encontré refugio en el negro, como si al vestirme con colores oscuros la gente no me viera. Ojalá no me hubieran visto en ese momento, cayendo de rodillas ante ti, implorándole al cielo algo de piedad, algo de calma, algo de cualquier cosa que mitigara el golpe. Pero el cielo no llovió, y yo lloré, y mis manos vacías temblaron, y el miedo se me agarró por dentro, y la angustia decidió mudarse a mi pecho, y la vida palideció. Y el mundo giraba, y los días pasaban, y tú ya no, y tú ya no, y Holden, y todas esas frases, y lo que grité partiéndome los átomos, en silencio, siempre en silencio, porque dejar que me oyera era regalarle una victoria. Si todavía tienes fuerzas para jugar la prórroga hay que forzar el empate.

No hay paz para los corazones rotos.

Cambié de ciudad, de coordenadas, de nombres, de zapatillas. Salí a andar por unas calles que no me conocían a eso de las dos de la mañana. Les regalé todos mis besos a las alcantarillas, a la mierda la cajita. Cocodrilos y huracanes, mi pelo enmarañado hablándome del viento, de todo lo que dejé escrito en las entrañas de algún monstruo fugaz. Los miedos fueron mis amigos, jugué con ellos, bailé con ellos, follé con ellos. Los metí a todos debajo del sujetador, me los llevé conmigo a cuestas. No me dejaban en paz. No querían irse. Y yo sonriendo como si por dentro no fuera todo catarata, como si por dentro no fuera todo abismo. Como si aún estuviese entera.

No hay paz para los corazones rotos.

Me desvestí en medio de la nada y desnuda comprobé el relieve de la cicatriz. Tenía demasiadas. No sé qué hora era, sí donde estaba, sí su cara cuando me vio, también la mía cuando se fue, también su gesto, su vacío, su hielo y su frío, también su mierda. Me puse a andar con la garganta en carne viva. Las palabras que no dije, que jamás pude decir, me apuñalaban lentamente, como Flack me mataban suavemente, y yo sin poderme sacar su canción de la cabeza, su canción de mis columnas, su canción de mis torpezas. Empezó a llover y me arranqué el corazón. Lo sostuve entre mis manos mientras latía sangre y rabia, y un dolor tan infinito que allí ya no cabía. Lo sostuve entre mis manos sin saber que hacer con él. Era otoño, hacía frío y me adentré en un callejón que no tenía farolas. Miré hacia arriba porque quería mojarme, borrarme, limpiarme, que la lluvia se encargara de llevarse los retales. Miré hacia abajo, y mis pies, desahuciados pero firmes, repetían rítmicamente esas palabras: hazlo, hazlo, hazlo. Miré  a mis manos, era mi corazón. Y en medio de la mierda y el olvido, se lo di de comer a las ratas.


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