Saturday, April 15, 2017

Leí a T.S. Eliot y se me puso la carne de gallina. No tengo ovarios, ni herramientas suficientes para explicar con palabras lo que le pasó a mi piel cuando terminé de leer las últimas líneas de ese poema. Me acuerdo como si fuera ayer, como si fuera siempre. Existe un tipo de belleza que lo trasciende todo, deja los ojos húmedos, los corazones temblando. Mi alma se quedó hecha trizas y jamás me importó tan poco. Quizá ese día entendí que hay ciertas cosas que merecen la tristeza. Desde ese día he sido incapaz de borrar ese verso de mi mente, y creo que no lo haré jamás, pues es tan devastador y tan sincero que me agarra por dentro y me confía la verdadera esencia de las cosas. Si pudiera medirlo todo respecto a esas cuatro líneas pocas cosas llegarían a hacerme cosquillas en los pies. Pero siempre hay un día que lo cambia todo, siempre hay un día que pone todos nuestros vértices del revés. Suele notarse en el aire, en el inusual vaivén del viento, en algún matiz diferente en los colores del atardecer. Sí, siempre hay un día en el que algo que aprendiste como tuyo y sagrado se convierte de repente en realidad tangible. Como si Campanilla y Peter Pan pudieran existir y estuvieras a punto de salir volando con ellos por la ventana. El nudo en la boca del estómago aumenta, y, de repente, un millón de mariposas capaces de llevarte por delante. Te miré a los ojos, mis latidos formaron un huracán al otro lado del océano, y se me puso la carne de gallina desde mis pies hasta cada una de mis vértebras. Igual que el día que leí a Eliot. Llovía. La vida me miró con ojos brillantes y sonrisa traviesa, como intentando quererme decir: pequeña, estás jodida. Y sí, lo estaba. Pero jamás había respirado tanta belleza. Y, por primera vez, sentí tanto miedo que me dio igual. Y, por primera vez, repetí esas cuatro líneas en mi cabeza y sentí que en tu mirada se hacían realidad.

No puedo enfadarme con Eliot. Tenía razón desde el principio.


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