Se puso a reír en medio de la vida y apagó todos los ruidos, todas las sirenas. El mundo entero se detuvo para oírla, y a los átomos de mi cuerpo se les puso la piel de gallina. No supe, no pude, encontrar palabras para hacerle justicia, y tuve que conformarme con ver como otros reían con ella. Otros que no tenían ni idea del poder que tenía una carcajada así, otros que tampoco sabrían describirla. Si no era consciente de la fuerza de su risa tampoco era consciente de lo devastador de su tristeza. Como si el mundo, de pronto, dejara de respirar, como si las estrellas se apagaran para siempre. Y yo tampoco supe, tampoco pude arrancársela del pecho. Y tuve que conformarme con ver como otros creían hacerlo. Otros que tampoco sabían, que tampoco podían. Me alejé quinientos mares y ochenta lunas, intenté buscar en otro lugar lo que ella me quitó el día que se puso a saltar sin la menor intención de esquivar los charcos. La vi mojada de arriba abajo, tiritando de frío, mirando al cielo con un hoyuelo marcado, brillando. Y entonces la vida se me cayó a los pies y el estómago se me llenó tanto de ella que entendí que en ese momento una parte de mí pasó a ser suya para siempre. Y joder, no tuve nada de miedo. Pero no encontré nada que pudiera llenar aquel vacío en ninguno de los desiertos, en ninguno de los bosques, en ninguna de las ciudades en las que pisé. No, no encontré nada. Sólo más vacío, sólo más oscuridad. Comprendí a tiempo que eso que ella se había llevado no lo iba a recuperar nunca, y que sólo me quedaban dos opciones: volver, o aprender a vivir así, a un millón de parpadeos de ella. Y no es que no pudiera hacerlo, que podría haberlo hecho, es que simplemente no quise. No quise pasar ni una sola luna más así, me hice un moño con todos aquellos sentimientos y decidí desandar todo lo andado, para volver a su risa, para volver a su tristeza, para volver a verla bailando con otros. Y así, una noche cualquiera, volví a entrar al bar donde siempre estaba ella, y digo que siempre estaba ella aunque también estuvieran todos los demás, porque a los demás nunca los veías. Podían estar o dejar de estar, podían llegar o podían irse, pero sin duda la única presencia cierta y segura era la de ella. Lo llenaba todo, se adueñaba de todo. Y no podías no saber si llegaba o si se iba, porque de la misma forma en que su presencia te hacia temblar, su ausencia te hacía enfriarte hasta los huesos. Así que allí estaba, mirándola, observando como bailaba y daba vueltas, mientras bebía directamente del botellín de cerveza dejando una marca de carmín en las esquinas. Y aquella imagen era tan bonita, que sólo quería sacarle fotos, y no dejar de sacarle fotos nunca, para tenerla congelada para siempre, así, con esa belleza sencilla y completa, con esa agilidad salvaje y grácil, con esa elegancia y esa torpeza que hacían de ella algo jodidamente extraordinario. Y mientras yo la miraba embobada, como sumida en un estado de ensoñamiento mágico, ella me miró y se puso a reír. Se acercó corriendo a mí y saltó a mi cuello, de tal manera que todo su pelo se concentró en mi boca, y no tuve más remedio que rendirme a su aroma, a su tacto, a su sabor. Y cuando me preguntó a ver donde me había metido todo aquel tiempo, yo no supe qué contestar, balbuceé y me sentí la chica más idiota del planeta. No podía sostenerle la mirada, no podía tenerla tan cerca y pensar, no podía, no sabía encontrar las palabras. Y mientras seguía sonriendo, me susurró al oído un "no te vuelvas a ir nunca", y me cogió de la mano y nos pusimos a bailar. Y entonces, medio mareada y sintiendo que la sangre no me llegaba del todo a la cabeza, pensé que la vida siempre tenía una extraña forma de decirte cuando habías acertado. Una extraña forma de decirte que por ciertas carcajadas incluso los días de diluvios y tristezas valían ciertamente la pena.
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