- Si vas a disparar asegúrate de matarme, no me gustaría que me quedaran secuelas insalvables y terminar babeando en una silla el resto de mi vida.
- ¿Y si no disparo?
- Si no disparas tú, lo tendré que hacer yo.
- No podrías hacerlo.
- No tengo muchas opciones, verás.
- Sí, podrías no hacerlo.
- Pero si no lo hago me liquidan.
- Y si lo haces puede que también.
- Lo sé. Pero al menos no habré faltado a mi palabra.
- ¿A caso importa eso a estas alturas? Vamos a acabar muertos hagamos lo que hagamos. O por los nuestros, o por el enemigo.
- Lo sé. Pero en eso que dices está la diferencia.
- ¿Qué diferencia?
- No quiero que me maten los míos. No quiero que lo último que vean mis ojos sea la decepción reflejada en sus caras.
- Claro, prefieres ver el odio y el placer del enemigo. Las ganas de verte sufrir, de hacerte morir como una sucia rata.
- Sí, lo prefiero. Hay cosas que distinguen a un hombre, que lo hacen ser quien es. Yo no soy un traidor, no soy un vendido.
- Sí, eso puedo entenderlo. Yo, sin embargo, prefiero morir a manos de aquel a quien he fallado, porque sé que una parte de él lamentará mi muerte. El enemigo no tiene piedad, ni compasión. Y a veces, ni siquiera tiene puntería.
- Sí, eso puedo entenderlo. Yo, sin embargo, prefiero morir a manos de aquel a quien he fallado, porque sé que una parte de él lamentará mi muerte. El enemigo no tiene piedad, ni compasión. Y a veces, ni siquiera tiene puntería.
- Sí, en eso tienes algo de razón.
Sonrieron. Era curioso, estaban en medio de una calle sin dirección, en una ciudad que nadie conocía, a una hora en la que nadie iba a encontrarse con ellos. Se miraron y sintieron que todo aquello era demasiado complicado. Ninguno de los dos bajaba el arma, pero tampoco parecía que fuera a dispararla. Entonces Dan habló:
- No quiero hacerlo. No quiero matarte.
Curtis le miró como quien mira algo que no ha visto nunca, con asombro, curiosidad y expectación.
- ¿Cómo que no quieres matarme?
- No. No quiero matarte.
- Joder, ¿y por qué no?
- No lo sé. Sólo siento que no puedo hacerlo.
- Entonces te tengo que matar yo.
- Sí, deberías hacerlo.
Mantuvo el arma fuertemente agarrada entre las manos y permaneció así unos treinta segundos. Notaba los latidos de su corazón en el cuello, y la respiración se le estaba acelerando. Cuando apretara el gatillo él estaría muerto. A esa distancia jamás había fallado un disparo. Y sabía que esta vez no sería distinto.
- ¿A qué coño estás esperando? Hazlo ya, joder.
Pero no lo hizo. Bajó el arma y le miró fijamente a los ojos.
- ¿Qué coño nos ha pasado?
- No lo sé.
- ¿Nos hemos hecho viejos?
- No, no creo que sea eso.
-¿Entonces?
Se quedó callado. Miró al cielo. La luna estaba preciosa. Era una noche fría, una noche de esas en las que cuesta respirar. Pero no tenía frío, se sentía bien. Se sentía extrañamente bien.
- Quizá nos hayamos dado cuenta de que nada de esto tiene sentido.
- Sí, puede que sea eso. De todos modos, estamos perdidos. Cuando salga el sol no habrá escapatoria.
- Lo sé.
- ¿Qué vas a hacer?
- Me iré a dormir.
- Bien. Es una buena idea.
Cada uno se fue hacia una dirección. No tenían rumbo, ni siquiera sabían dónde coño pasarían la noche. Dan guardó la pistola y se metió las manos en los bolsillos. Empezó a silbar una canción. Curtis llevaba la pistola en la mano derecha, y miraba al cielo y pensaba en las noches de verano en las que se tumbaba en los campos de trigo con su amigo John para ver cómo cambiaban de forma las nubes. De repente, Dan se paró, dio media vuelta y gritó:
- Oye, ¿te apetece tomar una cerveza?
Curtis paró, y también se dio la vuelta. Miró a Dan como si no fuera real. Tenía que estar loco, pero a él, en realidad, los locos nunca le habían molestado, y sí que le apetecía tomar una cerveza.
- Sí claro, ¿por qué no?
Los dos empezaron a andar hacia un bar de carretera que todos los proscritos, alcohólicos, delincuentes, vagabundos y prostitutas de la zona conocían bien. Casi cada noche se formaba alguna, y no era un lugar demasiado acogedor, pero la cerveza era buena, y a esas horas no habría apenas nadie, y tampoco tenían más opción. Caminaron en silencio durante un rato. Entonces Curtis habló:
- Oye, ¿la canción que estabas silbando era "I left my heart in San Francisco"?
- Sí.
- ¿Te gusta Frank?
- La pregunta correcta es, ¿a quién no le gusta Frank?
- Chico, tienes mucha razón. Pero una vez conocí a un acaudalado al que no le gustaba. Se ponía nervioso cada vez que oía su voz. Imagino que te hubiera gustado matarle.
- Desde luego que sí. Siempre es más fácil matar a tipos estúpidos. ¿Fue una de tus víctimas?
- Sí, de las primeras. Estaba empezando y fue pan comido...
Empezó a contarle cómo fue aquel trabajo. Para entonces ya habían llegado al bar y estaban sentados en una mesa vieja y sucia, en una zona oscura donde nadie les podía molestar. Cada uno tenía una cerveza en la mano. Serían alrededor de las tres de la madrugada. El amanecer estaba previsto para las 6.15. Eso quería decir que todavía les quedaban tres horas por delante. Cualquiera diría que tres horas no eran nada, pero nunca hay que subestimar el poder de algunos momentos. A veces, incluso unos segundos pueden valer para cambiarlo todo. Como esos treinta por ejemplo. O los 1.080 que vendrían después.
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