Monday, November 27, 2017

Dragones, eran dragones mamá, me venían a ver en sueños. Lo llenaban todo de fuego y luz, y podían acabar con acantilados, muros, iglesias, calles, tejados, ciudades enteras. Creo que habrían sido capaces hasta de incendiar el mar. Dragones, mamá, increíbles y libres. Y yo estaba allí también.

Era bonito, mamá, como una película de dibujos con colores súper vivos y canciones que te regresan a la infancia. Como cuando vi Madagascar 3 rodeada de esas pequeñas fierecillas, me sentí niña y parte. Nunca quiero perder esa mirada que sé que debo de poner cuando los veo. Como con los Fruitis, mamá, ¿tú te acuerdas?

Hace tanto tiempo que sólo hay pesadillas por aquí, hace tanto tiempo que siento el alma gélida, rota, marchita, partida en pedazos de cristal congelado. Todo es glacial y yo sin mantas de cuadros. No me dan abrazos mamá. ¿La abuela te los daba? Nunca la he visto hacerlo, quizá por eso tú tampoco sabes darlos. Y cuánto los necesito a veces. Como cuando se murió el abuelo y me tumbé en tu regazo pidiéndote a gritos callados que me apretujaras fuerte en medio de esa sala llena de gente que yo no conocía, gente que no me importaba, gente que no entendía mi dolor, gente a la que le daba igual que yo llorara. Y tuve que ser fuerte, ser dragón y alma de loba, aguantar de pie el momento, y no estaba mi hermano, no estaban los primos, ¿y por qué yo siempre estoy? ¿Por qué soy tan distinta? Me acuerdo mamá, de todo me acuerdo. Y también quise ser tu roca y tu abrazo. También quise ser calor en mitad de aquella helada.

Yo lloré mamá, en medio de ese cementerio que es tanta paz y tantas flores que pensé que el abuelo no podía estar en un sitio más bonito. Lo pensé mamá, sentí alivio al saber que volvía a su pueblo, a su tierra, a su sudor y a su sangre, a donde él pertenecía y sólo allí. Y me miraban. ¿Por qué me miraban? Ellos no lloraban. ¿Por qué no lloraban? El abuelo estaba hecho cenizas dentro de una urna. El abuelo estaba dentro de una urna y nunca más su voz, nunca más su risa, nunca más su vino. Allí, mientras abrían el nicho en el que el que habría sido mi tío descansaba desde los dos añitos, allí mamá, allí volvió el abuelo, junto a su único hijo varón que perdió tan antes de tiempo, y era tan triste y tan injusto y tan desgarro que yo no sé por qué nadie lloraba. Mis lágrimas, sólo las mías. También las tuyas. Tú si llorabas. Le querías. Sé que le querías. Con tu vida y con tu todo, y a pesar de.

Me lo pregunto siempre mamá, cada vez que echo de menos el hueco bajo tu hombro izquierdo, en el que yo me meto sin que tu me invites, en el que yo te busco porque ya no puedo. Quizá el abuelo tampoco te abrazaba. Y así tú no aprendiste. Y luego yo y mis años chicos, y luego yo y mis fantasmas, y tener miedo a la noche, y ese gallo de la lámpara, y la rendija de la puerta, y toda mi torpeza, y todo mi desastre, y todos mis terrores. Monstruos debajo de la cama y en mis días, monstruos por todas partes, en todas las esquinas. Monstruos, mamá, como no poder dormirme hasta que aita abriera la puerta. ¿A qué hora llegaba? Yo no me dormía hasta que él entrara en casa. Oía la llave y por fin respiraba. Y entonces, y sólo entonces podía empezar a dormir. ¿Cuántos años tenía? ¿Nueve? Yo no entendía nada. Tanta angustia en el pecho, tanto miedo. Y tú seguías sin saber dar abrazos. Aquel peluche del koala y mi Pedrito, todo a lo que me aferré para intentar no sucumbir.

¿Soy así desde aquello? ¿Es por eso que no me dan abrazos? ¿Es por eso que me dicen que no llore, que deje de sentir tanto, que empiece a ser más fría? Quizá es por eso que se ríen, de mis listas raras y de mi Harry Potter. Quizá es por eso que se ríen de mi ropa y mis canciones. ¿Y cuando tenía once años, mamá? ¿Por qué se reían entonces?

Lloré por mi amama y también por mi pez. Y cada vez que algo me apretaba el nudo. Yo no sé no hacerlo mamá. Aunque tu siempre me digas "no llores" como imperativo eterno. Aunque aquella noche sólo supieras decirme "recoge", en vez de abrazarme para calmar mis temblores. Aunque para ti nunca sea suficiente, jamás sea suficiente, y nunca lo vaya a ser, ni en esta ni en ninguna de las vidas imposibles.

Me acuerdo que entré y estaban todos callados, nadie tenía los ojos húmedos, estaban bien. La abuela me vio entrar, ella estaba sentada en la silla con un pañuelo de tela en una mano. Me miró y vio que yo estaba llorando. Entonces se puso a llorar y las dos lloramos. Y es así, ¿sabes? Es así, aunque el mundo se empeñe en decirme eso que no pienso comprar. Lloré con ella porque el abuelo ya no estaba, ya no estaba, ya no estaba, el abuelo ya no estaba. Y dolía, eso dolía, dolía en los ojos y en el alma.

Cuando duele así, como cuando tú estás pero no abrazas este manojo de nervios que te pide a gritos desde siempre, la vida llora. Y es bonito, sí, lo digo, es bonito ver como los corazones lloran por otros corazones que ya son sólo aire, ceniza en una urna, eterna despedida.

La indiferencia es lo contrario de la vida y de la muerte, lo contrario de todo lo que nos hace latir, ser humanos.


Cuando volvía sola en el AVE y colapsé en el vagón, lo único que quería decirles a todos, a cada uno de los que allí estaban sentados fue: se ha muerto mi abuelo y me duele una burrada. Y quiero llorar. Quiero llorar. Quiero poder llorar sin que nadie me diga que no lo haga.


- Por ti, abuelo, por tu voz, por tu risa, por tu vino.




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