Thursday, November 23, 2017

Y por la noche, ando sola por estas calles de adoquines del barrio, con mi música siempre, y la libertad baila conmigo tan fuerte que puedo sentir como le piso los pies, como respira. El viento me da en la cara y mis manos se mueven al ritmo del beat, y casi, por un momento, puedo sentir que pertenezco. Pero no sé si a ti o a ellos, o a estos balcones que tanto le gustarían a mi madre. Llego al portal y no me siento forastera. Vivo en un bloque de pisos que tiene doscientos años. Confirmado ayer por mi compañera. También me dijo que no estaba aprobado por el ayuntamiento que se pueda vivir en él. En todos los pisos vive alguien. En el techo de mi cuarto hay una grieta. Ni siquiera me planteo la opción de que se pueda caer un pequeño cacho de masilla. El cuarto tiene dos ventanas que dan a un patio interior. Igual que en Sevilla. Allí fue donde aprendí a encontrar belleza en esas cosas cotidianas: en los patios, en las azoteas, en la ropa colgada al sol, en las macetas de geranios de la vecina, en un felpudo diferente, en una puerta de madera ajada y vieja, en las voces que salen de las cocinas de otras casas, en el olor a comida.

Cuando llegué a Madrid, con ojos de niña y pies correcaminos, cada vez que leía un cartel de una calle que yo ya conocía sonreía y daba un pequeño salto: ésta sale en el Monopoli. Me las sabía de memoria de tantas y tantas veces que había jugado con mi padre y mi hermano, también alguna vez con mis amigas. Me sabía incluso los colores de las calles, cuáles eran mejores, y cuales las que nadie compraba nunca. Lavapiés era una de las marrones. La primera después de la casilla de salida. Y nunca nadie la compraba. El color no invitaba a ello, tampoco el nombre, tampoco el hecho de que fuera la más barata, porque luego no te iba a dar mucho dinero cuando los demás jugadores cayesen en ella. ¿Pero todo dependía de cuántas veces cayeran no?

Pocos meses llevo en este barrio tan de colores, tan de árboles y ladrillos, tan de ventanales y balcones. Y quién me habría dicho a mí que acabaría tan encariñada con una de esas tarjetas marrones. Quien, que entre tanta gente de tantos lados y provincias y países me sentiría tan parte, tan pieza, tan libre y colectiva.

Y eso que decía Barea de
Madrid terminaba allí entonces.
Era el fin de Madrid y el fin del mundo.

Ahora no puedo creérmelo. Ahora Madrid es aquí. Ahora aquí empieza. Y se juntan todas las lenguas del mismo idioma y también las de los otros, y todos laten juntos, y el ritmo es frenético, y el barrio no para, es un pulmón multicolor respirando al ritmo de todas las músicas.

Yo qué sé, quizá sea noviembre y el frío que entra por estas viejas ventanas que aún no han cambiado y se cierran como las del pueblo y no aíslan nada. O igual sea yo, encontrándome en medio del caos y el tumulto, en medio de los trajes de colores, las rastas, las latas de cerveza. También en medio de las madres con sus niños, los ancianos con sus bancos, los taxistas esperando y los jóvenes soñando un poco de revolución.

Que me gustan los rincones con historia y los techos altos, las escaleras de madera y las ventanas a tus calles. Los suelos que crujen, los atardeceres color ocre llenos de polvo y heridas, los muros llenos de verdades, las miradas que gritan.

Un millón de pegatinas y todo el rato la vida 

Las zapatillas sólo molan cuando ya están usadas.


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