Era el llanto,
el llanto a la orilla de los sueños,
el llanto que sabía a plomo y hielo,
el llanto que oprimía
y que partía.
Llanto que era flor de quinto día,
llanto que era gris melancolía,
llanto que era cielo azul tristeza.
Lloraba,
lloraba sola en ese nido,
ella lloraba
y era agua y era mar y era oleaje.
Un ramillete de flores silvestres hundido a sus pies,
y la tierra se movía, y su alma se caía,
y era invierno, y todo fue frío y cristales.
Qué terrible era tener que medirse en el reflejo que devuelve un espejo roto.
Sus ojos,
océano y locura,
no estaban preparados para tanta alevosía.
Sus manos,
siempre vacías,
eterna e infinitamente vacías,
acariciaban el marco de la ventana
como las madres acarician a su bebé recién nacido. El horizonte era una promesa tan bonita.
Y entonces, se encendía un cigarro y llamaba a su gato. Su vida entera cabía en ese cuarto.
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