Demasiado del montón. Eso es lo que siempre he sido. Desde pequeñita, y hasta ahora. El patito feo. La que siempre pasaba desapercibida. La insignificante, la que no importaba. La prescindible. Sí, así era. Así he sido. Así soy. Y siempre me preguntaba, mientras miraba como mis amigas iban de la mano de esos chicos que las miraban con esos ojos y esas sonrisas, si alguna vez, a mí me pasaría. Sí alguien me miraría así, si alguien me sonreiría así.
Nunca me olvidaré de esa noche de invierno. Era Enero creo, o como mucho principios de Febrero. Estábamos en ese parque. Yo estaba sentada en la plataforma esa de madera, y él de pie, con sus brazos en mis piernas. Hacía frío. Estábamos con las chamarras abrochadas hasta arriba, y me acuerdo que él llevaba guantes. Y entonces, mientras hablábamos y nos reíamos, se me quedó mirando. Me miró, muy fijamente a los ojos. Le miré, muy fijamente a esos ojos azules que parecían pedacitos de mar o de cielo. Y empecé a llorar. Nunca en mi puta vida he sentido esa emoción, que se me clavó en el pecho y me desgarró el alma por la mitad. Entró de pleno hasta dentro, y me desarmó del todo.
Porque me miró de esa manera ¿sabes? De esa manera. Me vio. Me estaba viendo. Se estaba dando cuenta de que estaba allí, de que era yo. Se estaba dando cuenta de quién era, de cómo era. Se estaba dando cuenta. Por primera vez, por primera vez en mi vida, sentí que no pasaba desapercibida. Que él me percibía en mi totalidad, con mi fragilidad y con mi fuerza. Con todo. Tal y cómo era. Y me estaba viendo. Y era una manera de verme, que decía: te veo, estás aquí, y estoy contigo. Y era verdad, estaba conmigo.
Y yo estaba con él.
Desde el primer segundo,
y hasta el infinito.
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