Wednesday, June 26, 2013

Me encantan los bebés, los niños. Me encantan. Ejercen en mi una fascinación inexplicable y absoluta a la que no me puedo resistir. No soy capaz de ver pasar a un bebé en un carrito y no mirar. No soy capaz de ver a un niño en una sillita y no sonreírle o hacerle muecas. No puedo evitarlo, me enamoran. Creo que son lo más maravilloso y perfecto que hay. Los adoro.

Recuerdo que hace unos años ya, no sé si tendría 19, sí creo que si, pasé por delante del escaparate de Bambino, una tienda de carritos y cosas para bebés que está en la Avenida de Tolosa, justo en frente del campus. No sé que andaba yo por ahí, puede que saliera de clase, o yo que sé que hacía, pero me paré enfrente de la tienda un buen rato. En una de las baldas superiores, enorme y magnífico, vi uno de esos carritos azul marinos, con una capota espectacular, y unas ruedas enormes, un carro de los clásicos, de los de toda la vida. Al verlo, me emocioné, y se me humedecieron los ojos. De verdad. Me imaginé a mi misma, llevando el carrito, con mi bebé dentro, y mi corazón se aceleró. Fue en ese momento en el que descubrí que mi instinto materno ya se había despertado, y desde entonces sólo crece.

Y es que creo que ser madre tiene que ser lo más grande. El acto de amor más grandioso que hay, desear traer a una personita a este mundo, y amarla y cuidarla toda tu vida. Creo que es genial. Y es increíble pensar que esa personita sale de ti, es sangre de tu sangre, carne de tu carne. Crear vida. Dios mío, me resulta demasiado. Ahora, cuando lo imagino, ya se me estremece todo el cuerpo, pero si algún día (y joder espero que sí con todo mi corazón), me quedo embarazada, creo que no voy a parar de llorar y reír al mismo tiempo. De lo sobrecogedor que tiene que ser saber que dentro de ti llevas un diminuto corazón latiendo. Y es que la vida, la crean el hombre y la mujer, juntos. Pero a la mujer le ha sido dado el maravilloso regalo que es alimentar y proteger a esa vida durante nueve meses. Y eso es la puta ostia. Sentirlo dentro de ti tiene que ser la mejor experiencia jamás imaginada. Sentir como crece, como da patadas. Respira cuando tu respiras, come cuando tu comes. Y la conexión que se crea entre un hijo y su madre es indescriptible. Sólo de pensarlo se me pone la piel de gallina. Y no veo el momento de experimentarlo en mi piel.

Y es que hoy, en el tren hacia donosti, una niña me miraba desde su carrito. No hablaba aún, tendría un añito y algo más. Tenía la tez morena, y un pelo negro precioso. Una boquita diminuta, y la nariz jodidamente perfecta. Que bonita era. Iba con su hermana mayor, y su mamá. La hermana mayor tendría unos siete años deduzco. Tenía una sonrisa contagiosa, y le faltaban algunos dientes de leche que ya se le habían caído. Jugaba con su mamá a juegos de manos, y las dos se reían. Luego se acercaban las dos a la niña del carrito, le hacían mimos, le hablaban, se reían con ella. Hace tiempo que no veía una escena tan tierna y llena de amor y felicidad. Eran las tres, la mamá también, extremadamente bonitas. Creo que eran árabes, porque la mamá llevaba un velo negro en la cabeza. Miraba a sus hijas con una adoración palpable, y su sonrisa y su carcajada lo llenaban todo. Me he sentido totalmente feliz al observarlas. Me transmitían paz, amor, alegría. Desde luego, una de las imágenes más bellas que he podido observar. Como jugaba la hermana mayor con su hermana pequeña, como las miraba la mamá, como bostezaba la criaturita porque ya no podía más de tanto reír y jugar. Desprendían amor. Y he sonreído durante todo el viaje. No podía apartar la mirada de ellas, me tenían atrapada, embobada. Si hubiera podido les hubiera sacado una foto. Ha sido uno de esos momentos que merece la pena inmortalizar. Cuanta ternura y complicidad, cuanto cariño. Me ha tocado el corazón de pleno. Me han enamorado.

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