Thursday, January 17, 2013

No hablaba. Quizá esa era su máxima virtud: no hablar. Si contásemos todas las veces que las palabras nos metieron en auténticos líos, no daríamos a basto. Qué dices, cómo lo dices, en qué momento lo dices... y todo puede dar un giro de 360º. Y es que a veces no sabemos callarnos. Hablamos sin pensar. O no decimos lo que quieren oír exactamente, y una mínima variación ya puede suponer un motivo de discusión. Cuantos malentendidos. Y es que el lenguaje a veces sirve más para malentenderse que para entenderse. Irónico sí, pero también muy cierto. Pero ella no hablaba. Y eso la hacía perfecta. En su totalidad. Nada podía decirme que pudiera dolerme. Nada podía callar. Nada podía decir en el momento equivocado. Nada podía estropear hablando de más. Y así, en silencio, era perfecto siempre. Y no es que no comunicara. Porque una cosa es hablar, y otra comunicar. Comunicaba con la mirada, con un salto, con un movimiento de cola, con una carrera inesperada, con un ladrido, con un lengüetazo... Cuanto cariño me daba. Sin palabras. Cuanto amor. Sin palabras. Cuanta compañía. Sin palabras. Cuanta energía. Sin palabras. Cuanta vitalidad. Sin palabras. 

Su lealtad era incondicional. Y todo lo hacía sin palabras. Y es el ser más perfecto que jamás haya existido. Y yo hubiera necesitado más actos, y menos palabras. Debí haber aprendido de ella, no fiarme de las palabras, y haberme lanzado. Quizá aún seguiría aquí. Dios, lo que daría porque estuviera aquí.

Ella, sin palabras, era perfecta. Y yo, con mis palabras, soy tan imperfecta.

Pero solo tengo palabras, es lo único que me queda. Y con ellas te escribo pequeña, con ellas te escribo...
... que te quiero con todo mi jodido corazón. Y no habrá día, ni momento, espacio, ni lugar, donde no te quiera.

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