Thursday, February 21, 2013


El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca.

         —Estás desvelado —dijo la mujer.
         —Sí.
         Ella pensó un momento.
         —No estamos en condiciones de hacer esto —dijo—. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos.
         —Ya falta poco para que venga la pensión —dijo el coronel.
         —Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.
         —Por eso —dijo el coronel—. Ya no puede demorar mucho más.
         Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido.
         —Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca —dijo la mujer.
         —Llegará.
         —Y si no llega...
         Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar.
         Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias.
         —Es hora del almuerzo —dijo.
         —No hay almuerzo —dijo la mujer.
         Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida.
         En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.
         Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.
         —Eres un desconsiderado —dijo.
         El coronel no habló.
         —Eres caprichoso, terco y desconsiderado —repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero enseguida rectificó supersticiosamente la posición.
         Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.
         —Es distinto —dijo el coronel.
         —Es lo mismo —replicó la mujer—. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía.
         El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.
         —Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida —dijo—. Pero si no, no.
         Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
         Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.
         —No quiero morirme en tinieblas —dijo.
         El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo, pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.
         —Es la misma historia de siempre —comenzó ella un momento después—. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años.
         El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable.
         —Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.
         —El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.
         —También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo.
         —No estoy solo —dijo el coronel.
         Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada.
         Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida.
         La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.
         —Vamos a hacer una cosa —la interrumpió el coronel.
         —Lo único que se puede hacer es vender el gallo —dijo la mujer.
         —También se puede vender el reloj.
         —No lo compran.
         —Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.
         —No te los da.
         —Entonces se vende el cuadro.
         Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.
         —No lo compran —dijo.
         —Ya veremos —dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz—. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.
         Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro.
         —Contéstame.
         El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
         —Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
         —Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
         —Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.
         —Es un gallo que no puede perder.
         —Pero suponte que pierda.
         —Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel.
         La mujer se desesperó.
         —Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos.
         El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder.
         — Mierda.


París, enero de 1957.

Gabriel García Márquez

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