Saturday, February 23, 2013

Veo la nieve caer a través de la ventana. No me gusta el frío. El cielo gris, las calles desiertas, y el gélido blanco de los copos que caen silenciosos, a intentar taparlo todo. Nostalgia. A ella le encantaba jugar con la nieve. Y a mi me daba igual que todo estuviera nevado, y me resbalara a cada paso, y que en mis dedos dejara de circular la sangre... porque estaba con ella. Y con ella incluso la nieve adquiría un sentido especial. Cuando sumergía el hocico en un puñado de nieve blanca, cuando correteaba salvajamente dejando la huella de sus piececitos marcada, cuando me miraba con gesto divertido. Ella era feliz. Y yo sólo era feliz cuando ella lo era.

Lo mágico de los copos de nieve es que no hay dos iguales. Como las gotas de agua del mar, o los granos de arena de una playa. Y son tan bonitos que parece que son figuritas talladas por ángeles del séptimo cielo. Es como si toda la belleza sobrenatural de esta tierra se fundiera en un pedacito de hielo. Y esos dibujos, cada uno diferente del anterior, cada uno único y perfecto, caen lenta y suavemente del cielo, como si quisieran ser observados, como si quisieran ser recogidos y guardados, para no terminar chocando con el asfalto, para no terminar derritiéndose y perdiendo toda la belleza que encierran.

Son pequeños milagros de la naturaleza, que jamás podrán ser imitados por el hombre, que jamás podrán ser capturados. Ella era así.

Ella era mi copo de nieve.

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