Y me las imagino, a las cuatro, corriendo en la playa. Con el sol dándoles en la cara mientras se mojan los pies en el mar. Con Simba a su lado, cuidándolas. Y yo mirándolas, con la sonrisa más grande jamás esbozada. Bonitas como ángeles caídos del cielo. Tanto que mirarlas duele. Me las imagino, a las cuatro, en la misma cama XXL. Debajo de las mantas, apretaditas. Dándose patadas y diciéndose de todo. Son hermanas, no se les puede pedir más. Se llevan mal la mayor parte del tiempo. Pero luego empiezo a leerles un cuento, y todas se callan. Escuchan embobadas, y sonrientes. Y se empiezan a quedar dormidas. Y de repente las miro. Cuatro angelitos dormidos. Están muy cerca una de la otra. Dándose calor. Las cabezas apoyadas en el hombro de la de al lado. Se adoran. Y yo las adoro a ellas. Son mi tesoro, mi luz, mi vida entera. Salgo del cuarto sin hacer ruido. Apago la luz. Me voy a mi cuarto. Allí está Simba, esperándome. Está acurrucado en su camita, a los pies de la mía. Tan grande y tan peludo. Le hago mimos un rato, y luego me meto en la cama. Me pongo a leer un rato. Termino. Pienso en mis ángeles. Y me duermo antes de darme cuenta, con una sonrisa gigante en la boca.
Y durante todo este sueño, no hay nadie más. Estamos ellas y yo, y Simba por supuesto.
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