Me caí de repente,
como cuando mi padre me
enseñaba a andar en bici
y joder, a la vuelta de la esquina
una curva
y la gravedad
se aliaban contra mí
para que terminara en el asfalto
con las rodillas hechas polvo.
Pero somos polvo
y siempre volvemos a él.
Con el tiempo
no le tuve miedo al asfalto,
y después de caerme
no sé cuantas veces más
aprendí a andar
cojonudamente en bici.
Todavía hoy soy capaz de
andar con las dos manos en el aire.
Me caí de repente.
Y quise contarle mil
historias,
hacerle reír,
parar las agujas
y romper todos los semáforos.
Que el mundo dejara de girar por un momento,
y me dejara caer
como me diera la gana
al abismo más jodido
al que me había enfrentado en tiempos.
Pero se me secó la boca,
y no veía nada,
y un temblor capaz
de tirarlo todo abajo
se apoderó
de la boca de mi estómago.
Que catástrofe.
Si tan sólo hubiera sido capaz de decirle:
no, no dejes de sonreír, el mundo
se ilumina cuando sonríes.
Quiero decir,
¿no habría cambiado nada no?
Pero al menos yo me habría quedado con la sensación
de haber conseguido escupir
algo crudo
y sin disfrazar,
algo jodidamente
puro que saliera de mis entrañas,
algo que fuera totalmente
sincero.
Esa mierda que llega de verdad,
ya sabes.
Pero qué pocas veces somos capaces de hacer eso.
Y mientras tanto llenamos los silencios
con paja,
hablando de cosas que sí importan pero no,
que son aleatorias
y que pasan,
que se las lleva el viento,
que no se recuerdan.
Si al menos hubiese tenido cojones
de soltarle una de esas granadas.
Que no le hacen daño al otro
sino a ti,
que explotan en el aire
y lo rompen todo,
que acaban con la harmonía
y siembran el caos,
que son hijas de la locura,
de la demencia.
Mirarle fijamente,
tragar saliva,
rezarle al cielo,
y soltar un:
'Me gustas, joder. Y me estás jodiendo.'
Quizá no hubiese sobrevivido
a ese instante,
pero al menos habría sido
inolvidable.
Y eso hubiera sido suficiente.
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