Rocé el coma
en tus labios.
Tú no te diste ni cuenta.
Caí casi muerta
a tus pies,
rendida,
derrotada.
Y en ese momento lo supe.
No necesité las madrugadas que vinieron,
no necesité los segundos, los minutos,
las horas que vinieron.
No, no los necesité.
La primera madrugada
del primer día
del resto de los días
bastó para que
mi corazón se parara.
Bastó para que me mataras.
Para que me mataras con todo,
con el puñal encendido
y sin anestesia,
con la boca abierta
y la vida temblando,
con el alma ardiendo
y los ojos cerrados.
Me mataste.
Y entonces lo supe.
Que no necesitaba nada más,
absolutamente nada más,
para saber que
querría morir
en tu orilla cada noche.
Que querría morir
a tus pies cada
mañana.
Que querría morir,
siempre y cuando
fueras tú el que me matara.
Y me matabas
y me resucitabas
al mismo tiempo
y con la misma intensidad
sin necesidad de esforzarte.
Te salía solo.
Y yo,
lo supe.
Ya lo sabía,
No necesitaba más.
Pero a qué poco supieron
aquellos segundos, aquellos minutos,
aquellas horas, aquellos días.
Qué efímera y qué fugaz la muerte.
Qué efímera y qué fugaz la vida.
Y es que hubiera matado
porque me mataras
cada segundo de mis días.
Porque aquella madrugada
supe
que contigo
el infinito
nunca habría sido suficiente.
Y no lo fue.
No comments:
Post a Comment