Vi a la muerte llorar
al mirarle y entonces
volví a creer en los milagros.
La pateó en la cara,
alejándola brutalmente,
diciéndole: no, hoy no, todavía
tengo muchos corazones que morder.
Su risa apagó todos los miedos,
y los semáforos volvieron a ponerse en verde.
Seguía respirando.
Siempre al límite,
jugándosela en cada salto,
en cada gesto,
en cada amago.
La vida le miraba sorprendida,
y él le contestaba con descaro:
no sé de qué te sorprendes,
tú me has hecho lo que soy.
Y él era.
Era el eterno naranja de
esos semáforos que siempre parpadean.
Era la servilleta llena de borrones
con un poema de Bukowski en una esquina.
Era la última calada del cigarro
antes de tirarlo al suelo
y pisarlo con la punta del zapato.
Era la señal de prohibido el paso
que todo el mundo se saltaba.
Era la cabeza en los pies
y los pies en la cabeza.
Era el salto desde arriba
de un columpio
de neumático
con las cadenas oxidadas.
Era pisar los charcos y mojarse,
caer al suelo y reír a carcajadas,
emborracharse y terminar
tirado en cualquier cuneta.
Era un terremoto que no dejaba
nada entero a su paso,
el huracán que reventaba todos los cristales,
la tormenta de verano
que acababa con la calma.
Irresistible.
En todos los aspectos.
Y la vida lo sabía.
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