Tuesday, May 7, 2013

Eran las once de la noche. No había luna, y el horizonte aparecía demasiado oscuro. Le preocupaba. El mar estaba rabioso. Se avecinaba una tormenta. Salió del pequeño habitáculo que se encontraba pegado al faro, con un pequeño farolillo en la mano. No le gustaban las noches sin luna, no veía un pimiento. Subió a la parte de arriba, a vigilar por si algún barco se acercaba a la costa. La luz del faro seguía parpadeando,últimamente no andaba muy fina. Tendría que pedir una nueva pieza central, y ver si así conseguía que aquel parpadeo parara. Además había momentos en que la luz se iba del todo, y en esa época del año era peligroso, pues las tormentas y los vendavales eran muy frecuentes, y los barcos no podían perder la referencia de la costa. Se preparó un café bien cargado en la estufa de gas portátil que siempre tenía a mano, y se puso a observar el mar. No se veía nada. Parecía que no vendrían barcos, y era una suerte, porque si la luz volvía a fallar, podría ser que no vieran el grupo de rocas que se extendía más allá de la playa, y que obstaculizaba la entrada al muelle. Se pasó así un buen rato. El viento empezó a ulular. Parecían rugidos en la lejanía. No tenía miedo. Se había pasado noches enteras, acurrucado en su colchón de paja, oyendo como tormentas monstruosas intentaban conquistar el mundo, sin ni siquiera temblar. Había vivido toda la vida junto al mar. Recordaba la primera vez que su padre le llevó a saltar las olas. En cuanto vio aquel azul, que cambiaba de matices, mientras el sonido de las olas le transportaba a otra dimensión, se enamoró completamente. Supo en aquel preciso instante, con tan solo cuatro años, que nunca se separaría del mar. Y le preguntó a su padre:
- Papá, ¿hasta dónde va el agua?
- ¿Ves la línea entre el cielo y el mar?
- Sí.
- Pues hasta ahí.
- Jo, que grande.
- Si hijo, el mar es enorme.
Se quedó mirando el horizonte, mientras una determinación anidaba en su cabeza: algún día, cuando fuera mayor, llegaría hasta esa línea.

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