Siempre fui atea. Desde que aprendí que la tierra era esférica, y que giraba alrededor del sol, y que la materia estaba echa de átomos, y desde que leí a Hawking y a Einstein y a Heisenberg. Desde el magnetismo, y la termodinámica, y la filosofía, y las conversaciones con mi madre y con mi padre a la hora de comer. Pero creía en otras cosas ¿sabes? En cosas que para mí eran importantes. No sé, en una sonrisa a destiempo, en un abrazo, en la importancia de decirle a la gente lo importante que es para ti, en el amor, en los finales felices, en que cuando quieres a alguien puedes con el mundo y con el universo, en una mirada, en una palabra que alivia el dolor, en todas esas cosas. Y ahora, no sé, siento que soy sólo una cáscara vacía. Cómo si todo lo que más he querido me lo hubieran arrancado injustamente, y ahora ya nada valiera una mierda. Como si todos los ideales que construí en una difícil adolescencia, se hubieran caído de golpe. Y aquí estoy, intentando entender por qué ya no está, y ya no estoy, y por qué dentro de mi hay una nada creciendo. Y cómo no fui capaz de llorar, porque me sentí tan fuera de mi misma que parecía que nada podía tocarme el alma. ¿Y si las lágrimas que no cayeron me han hecho de hielo? ¿Y si ya el caparazón no deja pasar el calor? Siento que algo es diferente. Sí, sigo siendo atea, pero además, he dejado de creer en eso que hacía que la vida fuera algo así como una montaña rusa a mil por hora. Y nada es peor que sentirlo templado. Nada es peor que sentirlo tan neutro. Necesito mis picos. Y ahora no los tengo. Ya no los tengo.
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