Que a mi me contaron,
que el cielo no se podía tocar,
porque estaba muy alto
y no había persona
que pudiera llegar a ser capaz de alcanzarlo.
Ni siquiera comiendo petit-suisse.
Y con esa idea me tuve que quedar.
Y daba igual,
que yo me empeñara en saltar de los bancos
para echarle un pulso a la jodida gravedad,
y ponerme a volar.
La luna seguía empeñada en ser inalcanzable.
Y desde el suelo
tenía que fruncir el entrecejo,
y aprender que al final
iba a ser verdad eso de que yo no tenía alas.
Bueno, cualquiera diría que todo aquello
era muy lógico,
y que cualquier niña con dos dedos de frente
lo pillaría a la primera.
Pero que queréis que os diga,
siempre fui bastante burra,
y más cabezota de lo que parece a simple vista.
Y pensé que no, que ellos no tenían razón.
Sólo para darme el gusto
de llevarles la contraria.
Porque eso siempre me pareció bastante
más entretenido.
Y pensé que tendría que ser yo
la encargada de decidir
si el cielo podía tocarse o no.
Por muy alto que quedara.
Y tendría que ser yo,
la encargada de decidir
que hacer con eso de las alas.
Así que pensé,
que lo mejor era cosérmelas a la espalda.
Unas alas de papel,
tejidas de sueños de colores.
Y que saltaría cualquier día de
ese banco o cualquier otro,
y que alcanzaría las nubes,
y si me apuras,
también la luna.
Porque da igual lo alto que puedan estar tus sueños,
tus ilusiones,
tus metas...
no dejes que te digan que no puedes llegar,
Porque si lo piensas bien,
la luna está a la vuelta de la esquina.
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