Sunday, January 26, 2014

Que no había forma de hacer que entrara en razón. Nunca. Y estaba completamente ida de la cabeza. No sabía distinguir entre el norte y el sur. El mundo para ella era solo una prolongación suya. Solía decir que la gravedad era una trampa de Dios porque no quería que voláramos y llegáramos tan alto como él. Y no creía en Dios. Su discurso pocas veces era coherente, pero te quedabas como embobado escuchándola hablar. Y siempre, siempre, siempre, se ponía los calcetines desparejados. Y nunca llevaba reloj. Por eso siempre estaba preguntando a ver qué hora era. No le gustaban los relojes. Porque el tic-tac del segundero le hacía ser consciente de que el presente era agua que se escapaba entre los dedos. Y se ponía muy nerviosa. Prefería pensar que no había relojes. Ni calendarios. Ni nada que le pudiera joder la diversión. Odiaba el café, y a los que tomaban café, porque iban por la vida como si pudieran con todo, como si nunca tuvieran sueño, como si fueran invencibles. Cuando decías una palabra curiosa, o alguna que nunca hubiera escuchado antes, se ponía a pronunciarla en voz alta repetidas veces. Como para memorizarla. Dándole matices diferentes. Podía llegar a ser un verdadero dolor de cabeza. Pero luego también tenía esa manía de contarte historias divertidas, anécdotas extrañas, y te hacía reír mucho. Y entonces pensabas, que aunque a veces era la chica más insoportable de todo el planeta, era inevitable querer estar con ella. Y cuando la mirabas fijamente, y ella te devolvía la mirada sin pestañear, retándote a ver quien de los dos aguantaba más, siempre terminabas apartando la mirada. Y ella empezaba a dar pequeños saltos, y a mirar al cielo, y a dar vueltas y giros por la calle. Y era una locura. Pero aunque te pusieras todas las barreras del mundo, todos los frenos, todas las excusas por delante, sabías que no habría manera. Desde el minuto uno te quedabas enganchado a ella. Y cuando alguien te atrapa así, por dentro y sin avisar, lo único que podías hacer era cerrar los ojos y saltar. Y cuando aterrizabas y los abrías, ahí estaba ella, diciendo cosas en inglés, y citando a escritores raros, y cantando siempre las canciones, y haciendo de la vida un puto caos. Pero joder, pensabas en ella y no podías dejar de sonreír. Y cuando la tenía delante, y la mirabas, y sonreías y ella te preguntaba: ey, ¿por qué sonríes tanto? No sabías qué coño decir. Y al fin y al cabo, el amor siempre era eso: no saber qué coño decir.



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