Era la amiga pesada. Esa que siempre tenía algo que decir que a nadie le importaba. Y menos a él claro. Él se pasaba media vida intentando esquivarla, siempre con cariño, eso sí. Y ella se pasaba la otra media intentando hacer que él se fijara en ella. Que dejara de verla como la amiga patosa y la viera como algo un poco más interesante. Pero era imposible. Era la chica corriente, la del montón. La que no vestía bien, ni llevaba bien el pelo. La que no tenía una voz dulce, ni un oyuelo en la comisura de la boca, ni los ojos claros, ni nada. El patito feo del pueblo. Y en aquellos días, bajo el sol de agosto, ella más que nunca quiso tocarle el corazón. Pero él sólo tenía ojos para otra. Y como buenos amigos que eran, en esos momentos en los que ella se callaba, y el podía hablar, le contaba cómo se había enamorado de la chica rubia que vivía en la casa de la calle de arriba, y cómo era la criatura más maravillosa del mundo, y cómo podría dar la vuelta al mundo sólo por verla sonreír. Y ella, con sus zapatillas viejas, y sus granos en la cara, respiraba hondo, tragaba saliva e intentaba ignorar las ganas de vomitar que le creaba todo aquello, intentaba aconsejarle de la mejor manera posible, animarle a que diera el paso, a que fuera a por ella, a que no se quedara ahí parado como hacía siempre. Y es que a pesar de que se le abrían las carnes cada vez que él pronunciaba su nombre, lo único que quería era que él no dejara de sonreír nunca. Porque no había visto nada más bonito jamás. Porque por su sonrisa, el dolor merecía la pena.
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