que se había asomado otra flor a su ventana.
Una con un color más fuerte,
y un olor más suave.
Con menos espinas.
Era un flor perfecta,
de esas que quedan bien
en cualquier rincón de la casa,
o enganchadas en el
botón de una chaqueta,
o a un lado
de una melena recién peinada.
Una de esas,
que hace que las demás
parezcan flores apagadas,
grises,
sin ningún matiz especial.
Y allí se quedó.
Con esa flor perfecta,
pero más aburrida
que ver a los trenes pasar.
Era preciosa,
pero no tenía fondo.
Los días pasaban
sin ton ni son,
sin magia, ni pasión.
Sin fuegos artificiales.
Y entonces
se acordó
de cuanto le gustaban las espinas.
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