Tengo una obsesión con las sonrisas. Con los viernes por la tarde. Con las mañanas soleadas. Con los árboles rojizos, y las flores de colores. Tengo una obsesión con las miradas. Con las arrugas en la cara de los ancianos, que marcan lo bueno y lo malo que la vida les hizo pasar. Con los bebés y los niños que están aprendiendo a andar y se caen todo el rato. Con las madres que les miran como si fueran lo único que existe sobre la faz de la tierra. Con los padres que juegan con ellos al balón. Tengo una obsesión con las abuelas. Esas que sacan toda la comida del armario porque piensan que sus hijos o hijas no dan bien de comer a sus nietos. Creen que si no comen lo que ellas quieren que coman se van a quedar canijos. Tengo una obsesión con el pelo largo. Con los oyuelos. Con ciertas voces que no parecen de este mundo. Tengo una obsesión con el azul. Con el del mar y con el del cielo. Y con aquel de ese polo que me regalo mi tío cuando era sólo una niña. Tengo una obsesión con los bolígrafos, con las hojas en blanco, y con la tinta. Tengo una obsesión con las palabras. Con las que son inmensamente largas. Con los monosílabos. Con los signos de interrogación. Con los tres puntos al final. Tengo una obsesión con las naranjas. Con los taquitos de jamón. Con los guisantes. Tengo una obsesión con esa historia. Con esos personajes. Necesito sacarlos de ahí, hacer que viajen por el mundo. Tengo una obsesión con California. Con el hemisferio sur. Con una furgoneta vieja. Con los suburbios de Detroit. Con una isla desierta. Tengo una obsesión con el fuego. Con el de la lumbre de nuestra casa vieja. Con las cerillas. Con los que iluminan el cielo. Tengo una obsesión con esa canción. Con la número diez y las demás. Con las que me hicieron llorar. Tengo una obsesión con ese libro. Con todos los que él escribiría. Tengo una obsesión con esas botas. Con esas gorras. Con esas camisetas. Tengo una obsesión con ese sueño. Con ese sueño. Con ese sueño.
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